A pesar de que las
cosas van cambiando poco a poco, Nikola Tesla (Smiljan, actual Croacia,
1856-Nueva York, 1943) sigue siendo un gran desconocido para la mayor parte del
público. Y sin embargo, sus aportaciones representan un punto de inflexión en
la historia de la tecnología, porque fueron la aportación clave que permitió la
Segunda Revolución Industrial, la que, basada en la electricidad, comenzó a
modelar el mundo tal y como lo conocemos a partir del último tercio del siglo
XIX.
Tesla fue el
inventor del motor polifásico de inducción, el ingenio que todavía hoy en día
mueve la inmensa mayoría de los aparatos eléctricos que utilizamos de manera
cotidiana. Y no sólo eso, sino que suyas son las patentes que permitieron
aprovechar la corriente alterna para generar grandes cantidades de energía y
transportarlas a largas distancias, algo que tuvo su más potente expresión en
la electrificación de las cataratas del Niágara a partir de 1896, cuya energía
se distribuía luego para abastecer a un quinto de la población norteamericana.
Un salto de gigante que espoleó una carrera tecnológica que, en el plazo de
unas pocas décadas, cambió la faz del planeta como nunca antes.
Nikola Tesla fue,
además, investigador pionero de numerosas aplicaciones derivadas de la
electricidad, las ondas electromagnéticas y el fenómeno de la resonancia. Sus
patentes se consideran la base de la radio (hasta el punto de que el Tribunal
Supremo de Estados Unidos dictaminó, en 1943, que es Tesla su padre, y no
Marconi), y suya fue la primera demostración pública de un aparato de
radiocontrol, un pequeño barco que controlaba por control remoto en el Madison
Square Garden, en 1898. Además, hizo investigaciones pioneras, y en muchos
casos visionarias, sobre los rayos X, el radar o los neones, y diseñó aparatos
que el tiempo reconoció como factibles, como una máquina para ozonizar, una
revolucionaria turbina sin aspas o un primer diseño de avión de despegue
vertical que está en la base de todos los desarrollos posteriores.
Pero Tesla es
también el artífice del sueño de un sistema mundial que permitiría la
transmisión de forma inalámbrica de energía eléctrica e información, una gran
red que cubriría el planeta, que abarataría los costes de generación y
transporte hasta hacerlos prácticamente irrelevantes, y que movería todos los
aparatos a su alcance sin cables. Como consecuencia, el mundo sería un lugar
más limpio (se abandonaría el consumo de combustibles fósiles) y unido. O al
menos, ésas eran sus intenciones, porque apenas pudo comenzar a levantar el
primer eslabón de su red, la torre Wardenclyffe, en 1901, antes de que el
financiero J.P. Morgan le retirara su apoyo en favor de Marconi. En 1917, el
Gobierno de Estados Unidos, temeroso de que aquella construcción pudiera ser
utilizada por los alemanes, con el que entonces estaba en guerra, decidió
derribar lo que aún quedaba de aquella estructura.
Nikola Tesla, en
fin, es un personaje fascinante, con una vida digna de una película de
Hollywood, que conoció en persona a muchas de las personalidades del momento
(de Mark Twain a Stanford White, John Jacob Astor IV, Sarah Bernhard, Rudyard
Kipling...), que fue una estrella de su momento para luego ver cómo su nombre
caía en el olvido, los problemas mentales y una larga decadencia que dio pie a
todo tipo de rumores y teorías conspiranoicas
sobre él y su legado. Hoy, afortunadamente, está recuperando el lugar que se
merece, tras ser eclipsado por su gran rival, Thomas Alva Edison, y su nombre
va poco a poco filtrándose en los libros de texto y la memoria colectiva. El
mismo del que nunca debió desaparecer.
Este texto es una colaboración de Miguel A. Delgado (@rosenrod) para teslianos. Desde aquí se lo agradecemos. |